Feliz día del Padre.
Quim Monzó.
Algunas mañanas, poco antes de las ocho, el hombre entra en el bar con su hijo. Es joven y no muy alto, y siempre sonríe y saluda, como los asesinos en serie. El niño –¿seis, siete años?– carga una mochila en la espalda. El hombre observa la exhibición de pequeños bocadillos que hay en el mostrador, detrás de un cristal protector, y escoge uno. El dueño del bar lo envuelve en papel de aluminio, él lo coge, abre la cremallera de la mochila del pequeño, lo mete dentro y cierra la cremallera.
Me sorprende que no se lo prepare él mismo, en casa. Igual me equivoco –no hay bastante confianza para preguntárselo–, pero imagino que es un padre separado, quizá porque eso de que no lleve al niño a la escuela cada día me hace sospechar. Lo veo como un separado reciente, que todavía no ha sido capaz de montar una infraestructura mínima para prepararle un bocadillo escogiendo él qué le pone –jamón, tortilla a la francesa, sobrasada... –, y si el pan lo unta con tomate, simplemente le pone un chorrito de aceite o si opta por la mantequilla. (Cómo me gustaba el bocadillo de jamón con mantequilla, cuando en casa me metían uno en la cartera para desayunar a media mañana...). Pero hace tiempo que hay personas que lo que priorizan es la rapidez. Si compran lechuga, nada de buscar la mejor: compran de esas de bolsa, en el súper más cercano a casa, aunque no quede claro si la han lavado lo suficiente; quizá por eso en las bolsas añaden algún detalle tipo rúcula o canónigos, para que parezca más sofisticada, aunque la rúcula y los canónigos sean tan poco sabrosos como la lechuga.
Pero al menos le compra un bocadillo recién hecho, a diferencia de algunos padres de hace veinte y treinta años, que ponían en la mochila del niño un Bollycao, un Tigretón o una Pantera Rosa y santas pascuas. Le compra el bocadillo, lo mete en la mochila y entonces llega el momento de pagar. Nunca me lo pierdo. El bocadillo cuesta dos euros. Pues bien, lo paga con el reloj, uno de esos Apple Watch que aparecieron hace unos años y que de entrada despertaron las reticencias de algunos comerciantes, que no veían claro eso de que los clientes pagaran simplemente acercando el Apple Watch al aparato (la terminal de punto de venta, lo llaman). En el momento de pagar, el hombre joven y simpático que siempre saluda levanta la muñeca que luce su reloj blanco. No tiene que decir nada. Una vez el dueño del bar ha marcado en la terminal la cantidad –dos putos euros, repito– el hombre gira la muñeca y acerca el reloj. Ya ha pagado. ¡Está tan orgulloso de ese gesto! Pero en parte me desconcierta, porque es de una generación que se ha negado siempre a llevar reloj de pulsera porque queda viejuno, igual que el pañuelo de tela: “¿Por qué quiero uno si siempre llevo en el bolsillo el móvil, que me dice la hora?”. A ver si ahora empezarán a renunciar a sus principios y volverán todos al reloj de pulsera, no tanto para saber la hora sino para pagar el bocadillo de dos euros del niño.
https://www.lavanguardia.com/opinion/20190319/461116474154/feliz-dia-del-padre.html